viernes, 13 de marzo de 2015

El miedo a la sociedad abstracta.

Quince años después de sus primeras publicaciones cortas, y a pesar de sus detractores y entusiastas, la antropología liberal y económica de Pedro Schwartz sigue despertando aplausos, recelos y abyecciones. Pero lo que más sorprende, al margen de las simpatías o recelos que despierta, es el permanente estado de actualidad de sus reflexiones y de su frescura expositiva. Se puede estar en mayor o menor medida de acuerdo con él. Pero merece ser revisitado.



Me pregunto una y otra vez por qué se enfrenta el sistema capitalista con tanta oposición por parte de quienes se consideran amigos del progreso y de la igualdad, nominatim, la gran mayoría de los lectores periódicos progresistas y sus editores. Siendo el consumo (como ya dijo Adam Smith) el único fin de la actividad económica, está claro que la competencia favorece a los consumidores. La experiencia también muestra que los puestos de trabajo protegidos por la subvención de empresas públicas o privadas se convierten en canonjías a cuyo tranquilo disfrute, como a panal de rica miel, "cien mil moscas acudieron". Es patente que la libertad económica permite a muchos pueblos del que llamaban “Tercer Mundo” pasar a la categoría de “Tigres del Sudeste Asiático” o “Milagros del Mercosur”. Es obvio que el bautizado Estado de Bienestar se torna imposible de financiar porque tiende a fomentar la imprevisión y pasividad que pretendía remediar. Pese a todo ello y más que podría decir, no oigo sino denuestos contra la "globalización", denuncias del "neo-liberalismo" y exabruptos contra el capitalismo salvaje que parece imponerse.


¿Neoculturalismo o neocolonialismo?. La adhesión a nuevos
patrones culturales y de consumo compartidos llevan el debate
 político de la globalización a un peldaño más elevado.


Mucho se debe al desconocimiento de las condiciones necesarias para el buen funcionamiento del mercado, cuyo peor enemigo es el engaño, la coacción y la violencia. La actividad mercantil, por su propia naturaleza, sólo tiene lugar cuando ambas partes se benefician del trato; por definición tiene que ser espontánea y voluntaria. Para prosperar necesitamos, pues, un marco de seguridad y transparencia. Pero los humanos no sólo somos negociadores sino también aprovechados; no sólo competitivos sino también violentos. Por ello necesitamos que los Estados, esas instituciones de corazón frío, como las llamaba De Gaulle, se dediquen principalmente a mantener el orden y la ley, a defendernos contra los enemigos exteriores e interiores. Cuando el Estado falla y las élites y mafias ostentan oligopolios y falta de transparencia, como hoy parcialmente en Rusia y casi del todo en el subcontinente subsahariano, el mercado negrea. Es paradójico que en esos casos se culpe de la anarquía resultante al mercado y no al Estado.



A pesar del discurso neoliberal de Schwartz, otros intelectuales creen
que la globalización minará aún más las libertades y el mercado.

El carácter nivelador de la competencia también explica parte de esa hostilidad. El igualitarismo moderno consiste en desear que otros paguen impuestos para mejorarla la situación de los necesitados. Pero cuando los pobres, especialmente si son de país ajeno, se atreven a competir contra nosotros o dentro del mismo país produciendo bienes y servicios de mejor calidad y menor precio que nuestro propio trabajo o mercado, ahí se acaba nuestro amor por la igualdad. Se suele criticar el sistema capitalista alegando que, aún siendo muy productivo, aumenta la distancia entre pobres y ricos. La verdad es muy otra: sólo en las sociedades cerradas permanecen incólumes los privilegios. El libre mercado, por causa de la competencia, pone en continuo peligro las situaciones establecidas de quienes se duermen sobre sus laureles. En un mercado abierto no hay fortuna permanente: a la postre triunfa el empresario o la empresa que sabe servir a los demás.

Exige un mayor grado de responsabilidad personal 
y humana vivir en una sociedad y economía abierta.
Las sociedades tradicionales son más paternalistas:
procuran que el individuo siempre dependa de otros 
y esto irreductiblemente coarta su propia libertad.


Pero en el fondo late un miedo mayor. Como dijo hace muchos años Karl Popper en su libro "La sociedad abierta y sus enemigos" (1945), el atractivo para los humanos de las sociedades cerradas, los mercados intervenidos, las naciones compactas, es su carácter cálido, orgánico, cuasi familiar. Con la extensión del comercio y la competencia, con la consolidación de la ley y la objetividad, las sociedades van tomando un carácter frío, abstracto, deshumanizado, que no satisface algunos de nuestros impulsos más naturales y primitivos. Con sorprendente premonición imaginaba Popper una sociedad del futuro en que las personas prácticamente nunca se vieran cara a cara y "se comunicaran por cartas a máquina y por telegramas". Hoy diríamos por Internet. Es ciertamente más difícil vivir en una sociedad abierta. Pero también tiene las ventajas de la independencia, la autonomía, la responsabilidad personal. Pueden aparecer relaciones personales de un nuevo tipo, "en las que desempeñen un papel más destacado los lazos espirituales, en vez de los biológicos o físicos" (I, 10). Se va creando una sociedad en la que el bienestar y el triunfo dependen del propio esfuerzo e ingenio: una sociedad de individuos, más que de tribus. La elección es nuestra.

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