jueves, 6 de octubre de 2011

Historia coetánea de la estupidez humana contada por un helado (II).

El postre lácteo había conquistado el corazón de América a finales de los noventa. Jamás una campaña privada de concienciación nutricional habría logrado tanto respaldo familiar. En el culmen de su popularidad, las cadenas de restauración ligera lo potenciaron como concepto lúdico. Fue entonces cuando enfermó de éxito y se volvió contratendencia.


Víctor G. Pulido para “LinealCero”.






Muchas jóvenes abuelas norteamericanas y europeas aún creen que el helado, que lo es, es un complemento nutricional excelente a la vez que una recompensa para sus nietos. Se sienten orgullosas de haber sido las primeras madres concienciadas en la importancia que supuso que, de algún modo, los hoy padres y madres de sus nietos incrementaran su ingesta de calcio aún a través de otros formatos como el batido del “súper” o las terrinas de chocolate y vainilla. Siempre serían mejor que por entonces una novedosa “happy meal” en Europa o unas chocolatinas-snacks, merienda típicamente americanas acompañadas de refresco de cola. Se consideran, pues, las primeras madres que llevaron la leche por credo para sus hijos desde su primera toma neonata hasta las últimas epatas de su crecimiento, incluyéndolas en cada una de las variadas comidas. Si ello en parte fue posible devino gracias a la campaña impulsada por el lobbie norteamericano de lácteos a través de su campaña “Got Milk?”, un irrisorio intento davidiano por derrotar a los por entonces inamovibles Goliats: el refresco y los aperitivos y meriendas calóricas. Sorprendentemente, en cuestión de pocos años el consumo de leche y sus productos derivados enriquecidos se adoptaron como principio nutricional y aporte vitamínico incuestionable, constituyendo el pilar fundamental de toda dieta americana. Las ventas lácteas se multiplicaron y el postre helado o azucarado vivió su época dorada y de mayor resplandor comercial.



Los grandes formatos de ventas -"pack","retractil" o tamaño familiar-
son consecuencia del incremento de consumo durante los 80´s.


Pero poco antes de toda esta escalada, y mientras la moda de la lactosa era celebrada por el resto de países occidentales como el tentempié definitivo, ya se fue germinado para los Estados Unidos la disociación entre consumo saludable y postre lácteo. Y este divorcio se fue gestando, como una estupidez humana más, a medida que los establecimientos de comida rápida consideraron que al "producto helado" o al "producto batido" no se le había conferido la suficiente importancia entre sus menús. No es que no lo ofrecieran con anterioridad como complemento en su carta, pero la oferta era tan residual como anecdótica para el caso de “MacDonald’s”. “Está claro que nosotros somos vendedores de Big Mac y patatas francesas-“fritas”-, pero si el helado arrastra a nuevos consumidores a nuestros establecimientos, vamos a seguir la tendencia, no vamos a detenernos ante la oportunidad de ofertárselo a nuestros clientes”.- dejó claro John Charlesworth, responsable de franquicias regionales de la firma a finales de los ochenta. En efecto, si alguna vez visitó accidentalmente Hartsville, en el estado de Tennessee, se dará cuenta de que la multinacional norteamericana iba totalmente en serio. Para testar la aceptación popular de producto antes de insertarla en su marca, “MacDonald’s” ideó para esta pequeña localidad un nuevo concepto de restaurantes de carreteras, los “Golden Arch Café”, una franquicia insulsa de provincianas pretensiones. Su plato estrella, presentado en un inquietante establecimiento (con aires de gasolinera que rememora una atmósfera inspirada en relatos de Stephen King), era de hecho una enorme bola de helado de cola coronado de sirope de caramelo. “Golden Arch”, cuyo lanzamiento fue anunciado a bombo y platillo, terminó convirtiéndose al poco tiempo en uno de los mayores ridículos empresariales de la historia de la multinacional de la hamburguesa; hasta el punto que, en plena orgía de reproches entre sus directivos, se transmutó simplemente en escándalo y nada más. Sucedió cuando se filtraron a la prensa unas justificaciones de Edward Rensi, uno de los responsables de operaciones de “MacDonald’s”, aludiendo a que el fallo de implantación había consistido, simple y llanamente, en “venderle helados a los paletos bajo el logo de los arcos dorados”. Si la franquicia ya de por sí estaba herida de muerte, la polémica a la que dieron vida estás declaraciones acabaron por arrastrarla a la tumba.




El “caso Rensi” dejó traslucir, no obstante, algo que ya todos intuían y que no sorprendió a nadie: el helado, cuando no el batido, estaba bajo sospecha. Despertando conciencias latentes su consumo llegó a asociarse como un alimento característico de las nuevas cohortes rurales y clases bajas urbanas con escasa cultura nutricional. Cuando no cercano también a familias desestructuradas poco amigas de los fogones. Pero de esta nueva concepción social, tercera estupidez en lo que llevamos de texto, la imagen institucional del lácteo se alejaba de ser un producto saludable; un producto que quizás sí, se hubiera convertido en un monstruo, en un lobo bobino, en un caballo de Troya que se infiltraba en nuestros frigoríficos y nuestros organismos, pero que nada tenía que ver con el esencia nutricional del producto. La hipertrofia del producto no es el producto, sino su desmesura o perversión. Por tanto el engendro “Golde Arch Café”, no sólo supuso el fracaso de un proyecto agonizantemente meditado, sino que también arrastró sibilinamente consigo el inicio del declive de una tendencia general de consumo que ya estaba instaurada en otras grandes cadenas de alimentación.



"Golden Arch Café".


No obstante, pese al patinazo del Payaso Roland y otras franquicias del estilo, durante algún tiempo reinó el sentido común: el helado junto con el batido así como otros derivados lácteos azucarados como las natillas y sus sucedáneos siguieron disfrutando del respeto de la comunidad sanitaria como productos adecuados contemplados para una dieta variada; el mismo respaldo vino sugerido de la presencia de su categoría comercial como artículos sanos y equilibrados dentro del lineal de las tiendas; en definitiva, esta familia de productos conservó, frente a las críticas, gran parte de sus aliados y de su público, incluso en áreas urbanas: además del target infantil y adolescente, era frecuente su consumo entre afroamericanos y latinos, entre la población urbana universitaria blanca y los países sureños; degustadores desde los sufridos taxistas neoyorkinos hasta los surfistas californianos y así hasta desembocar en las bridgetjones de inicio de milenio y los singles próximos a la mediana edad. Sólo las personas con sobrepeso que salían de los fast food terminándose el postre sobre el paso de su marcha perfilaron que, entre todos ellos, los consumidores de lácteos enriquecidos proyectaran la imagen social de que por sí solos no sabían cuidarse. Esta exacerbada sensación popular de indolentes devoradores de grasas azucaradas terminó incrustándose en la retina colectiva de la población norteamericana propiciando que la consideración del lácteo como producto nutritivo se fuera minando y no dominando. De ahí la consecuencia que muchos colegios lo eliminaran de los comedores por las presiones de los mismos padres que se negaban a vivir en las cercanías de un establecimiento “Häagen-Dazs”.



Bridget Jones representa a toda una generación amante
del valor nutricional de los helados, no de sus excesos.
  

De este modo el lácteo aromatizado, solidificado y en la práctica generalizada de los tratamientos industriales quizás trufado de calorías en su formato lúdico, tomó forma de epidemiología urbana, cual leyenda inexistente narrada por teenagers y, en una muestra más de nuestra sociedad neurótica, muchos padres consintieron a sus hijos pequeños lo que no le permitieron a los mayores: que los niños abrazaran de nuevo una “Coca-Cola Light” antes que un batido diet. Y de ahí las miradas recelosas de las madres actuales hacia las abuelas que ofrecen helados porque, queramos o no, de modo absurdo, el postre lácteo quedó erradicado de la pirámide nutricional, y no amarrado a su ladera. El mismo prestigio e inercia comercial que impulsó al postre lácteo lo volvió al tiempo más elaborado, complejo y calórico, lo cual lo desligó del hogar aproximándole a la hostelería lúdica. Fue entonces cuando la tendencia se volvió contratendencia, cuando se encarnó en prejuicio gastronómico incluso a pesar que el mercado seguía produciendo en su mayor parte lácteos inocuos de muy buena calidad.

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