miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿Por qué lo llaman "juguete educativo" cuando quieren decir "transmisión ideológica"? (Parte 1).

¿Es el juguete un discurso ideológico?, ¿actúa como transmisor de valores sociales de estratificación?. El debate está en la calle, en las instituciones y en la esfera privada. Los fabricantes y tenderos, los acusados.


Moscú. Víctor G. Pulido para "LinealCero".



Para la mamá de Alba y Lucía.






Vaya directamente a la cárcel sin pasar por la casilla de “Salida”…Actualmente, el “Monopoly”, que en septiembre cumplió setenta y cinco años, es el juego de mesa o juguete en general, más popular y vendido de todo el orbe geopolítico ex-soviético. En el mosaico de colectividades indefinidas que aún hoy representa la caleidoscópica estructura social postsoviética, en cada ámbito doméstico de la emergente figura del nuevo rico, en cada decadente jruschovska de viejo pobre, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y la pobreza, en la salud y en la enfermedad, los padres se afanan por conseguir el valioso tablero de los Hermanos Parker. En un buen o mal estado, en dólares, preferentemente en euros, o rublos, en la tienda o en e-Bay; en el mercado negro, o tal vez en el de ocasión, en el rastro,… ¡es lo mismo!: el juguete capitalista por antonomasia se ha convertido en un tótem y símbolo emancipador de la nueva condición de clase universal. Si perteneces a la clase dirigente o financiera, puedes adquirirlos en los prestigiosos centros comerciales próximos al Kremlin; y si tu sitio en el orden social ruso pertenece a la ahogada clase media, a pesar de que puedas descargártelo gratuitamente de Internet, el juego físico los encontrarás en grandes superficies si las horas extras han dado para ello. En el país donde las jugueterías hasta no hace mucho (hablamos de escasos años) eran establecimientos difíciles de encontrar, entelequias estandarizadas de una infancia robada de economía centralizada, lujo asequible de un niño occidental, el juego norteamericano que combina el ingenio inmobiliario con el azar recuerda tiempos pasados donde determinados objetos de consumo eran difíciles de adquirir, cuando no simplemente estaban prohibidos más allá de los jardines de las embajadas. Entre los adolescentes rusos, hoy sólo el vodka y el “Marlboro” es más solicitado que una buena partida destinada a la imaginación del capitalismo-ficción. Caso omiso al “Tetris”, paradigma lúdico de orgullo nacional que conquistó el mundo desde la aburrida rutina laboral de un programador soviético. Ni siquiera la preparación de la primera comunión ortodoxa, religión y poder renacido, se convierte en un imperativo tan acuciante para las familias como hacerse con el tablero emulador de Wall Street.


Niña observando juguetes clásicos en una juguetería moscovita.


Es el insultante capitalismo salvaje postmoderno aderecezado del clásico fatalismo ruso lo que sincretiza el sentimiento de abandonarse predestinado a la moderna tragedia clásica sin remisión. En Fukuyama World, ningún niño ossie sin su Happy Meal en Gorki Park; ningún recién nacido tras el izado telón de acero sin el tablero de los Hermanos Parker bajo el brazo; en definitiva, tras las cortinas de hierro, ninguna ideología sin juguetería. Quienes necesiten ondear banderas que homogenicen modos de comportamiento social, pensamiento y acción, que enarbolen juguetes, que hagan de Santa Claus un mercenario presignador de roles prefigurativos, parece ser la nueva consigna. En este sentido, el pueblo ruso que cree no merecer sufrir más miserias históricas, se ha olvidado del juego de mesa nacional que tanto lo representaba: jaque-mate al ajedrez. “Réquiem por Kasparov”. Sólo así se entiende que la nación rusa desee divorciarse de la Utopía, que la perciba erróneamente disociada de las reglas del libre mercado y que mediante un vetusto y trillado juego de dados aspire a desgajarse de esa aureola de nación trágica que le ha acompañado desde la noche de los tiempos y que tan buenos resultados literarios le ha proporcionado a la historia de la literatura universal. Hoy, en la capital del país, y por extensión en el resto de los grandes y medianos núcleos urbanos del subcontinente, los niños no sueñan con ser Tolstoi, ni tan siquiera con ser Gagarin,…aspiran a ser Rockefeller, o mejor tal vez Abràmovich y comprarse un club de fútbol en alguna de las grandes ligas europeas. Kasparov ya es sólo un viejo icono casposo y trasnochado de nostálgicos abuelos rojos. Ahora quien acapara el protagonismo de las frías noches navideñas al resguardo de la nieve no son las enseñanzas de los mayores bajo la lectura temblada de los relatos de Dostoievski; ni tan siquiera el discurso televisado de año nuevo del otrora todopoderoso Secretario General del partido único, el PCUS. Sobre la superficie de las mesas ya sin hule de Ikea de los nuevos hogares rusos de clase media y su reconquistada Navidad con sabor a american way of life descansan Jack Daniel´s y Mr. Parker, imágenes de un virtual éxito económico que nunca soñaron alcanzar bajo un régimen de economía regulada hasta meses próximos a los atentados del Word Trade Center en Nueva York.


Todo ello constituye un claro ejemplo, tal vez no el último pero sí el más palpitante, del alto contenido ideológico que descansa sobre el juguete y su capacidad de cambio social y alto poder trasformador en un mundo globalizado. Allá donde la pobreza es un hecho palpable, determinados juguetes implorados pueden llegar a convertirse en un instrumento, un estandarte, una didáctica, sí, subrepticiamente, una esperanzadora inversión a largo plazo donde los progenitores y las clases políticas dirigentes acuerdan de modo implícito orientar adscriptivamente las esperanzas de sus hijos abocándoles a un aprendizaje lúdico dirigido que allane el camino hacia su futuro. Pero, y aquí llegamos a la ética de la cuestión ¿Pueden los gobiernos, la precariedad de una sociedad o la cultura política imperante imponer, permitir o fomentar un modelo de educación lúdica que favorezca los intereses de la política y la cultura nacional?. “The Moscow Times”, diario de referencia entre la clase urbana de cuello blanco editado exclusivamente en inglés y más bien poco controlado por el Kremlin, abordó tímidamente hace un par de años a este debate: “Llegar a afirmar que un gobierno nos puede inculcar, ni tan siquiera de modo subliminal con qué, cómo y cuándo jugar, bien sea a juegos donde se simula el ánimo de lucro o no, es tan absurdo como defender la idea de que en las bibliotecas públicas de occidente nos pueden limitar las lecturas, imponer a los directores de archivos públicos qué libros comprar o cuáles dejar de conservar. La cultura y el ocio sean quizá las manifestaciones menos politizadas en los países ex-soviéticos, incluido la alejada Rusia. Lo son más las empresas energéticas, los medios de comunicación o el ejército, o la educación social: éso sí quita el sueño a los dirigentes. El juguete no está condicionado en su libertad de expresión y producción siempre que respete unas normas y estandartes de calidad y seguridad de los niños. El juguete no responde a normas sociales predefinidas y ni es un producto bajo control político”.


Ficha gráfica de producto "Sojourner Mars
Rover Action Pack”, de Mattel- HotWheels.


Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo, al menos en los EE.UU. Grupos anti-sistemas norteamericanos, grupúsculos poco organizados, aunque definidos, orientados hacia la izquierda liberal demócrata, critican la falta de conciencia social entorno al fenómeno. Consideran que el juguete, el  bélico en partiular, encubre una manipulación subrepticia, soterrada y política y que el gobierno incita en favor de los lobbies con soporte de las mayors sin la posibilidad de ser responsabilizado públicamente por ello. Asegurar -dicen estos grupos- que nunca se licenciaron juguetes bélicos de maquetas durante la Guerra de Vietnam representa una negacionismo cultural que además impulsó a muchos jóvenes norteamericanos a involucrarse o sentirse identificado con el conflicto bélico en el sudeste asiático. Hollywood contribuyó con una estrategia similar premeditada glorificando al guerrero incomprendido en las películas de acción bajo la Administración Reagan. Según esta corriente crítica de pensamiento pedagógico, existen conexiones entre el poder y la industria de la diversión (juguete, cine, armas de fuego recreativas y deportivas, literatura, etc…) y el producto ludis-belum constituyó en sí un arma de configuración política, un instrumento ideológico, o cuanto no, discursivo: muchos juguetes tuvieron su origen durante décadas en el contexto de reproducción autorizado de películas de acción, a través de los cuales se colaron en los parques infantiles e incluso entre los pupitres a través de los comics “G.I.Joe’s”. Evidentemente, no se puede negar cierta interacción, pero sin llegar a las fronteras del contubernio encubierto que defienden la cultura antisistema. Lo que sí está aceptado es que los logros políticos van muy unidos a los logros tecnológicos, muchos de ellos militares, y desde el “vuelo del Génesis” y con mayor crudeza durante las primeras misiones lunares del "Programa Apolo”, el juguete como epifenómeno y representación de los logros administrativos de un país se han impuesto en el discurso lúdico de los más pequeños a través del formato de comunicación con el adulto que representa el juguete mismo. No es casual que toda una generación de niños americanos haya soñado alguna vez con ser astronautas. Un ejemplo ad hoc lo expone a continuación. Durante el verano de 1997, durante la fiebre de patriotismo espacial que invadió el alma de los norteamericanos como consecuencia de la llegada de sondas no tripuladas sobre la superficie desértica de Marte, la NASA fue invitada por el gobierno norteamericano a licenciar sus diseños, chasis y maquetas para la industria juguetera. La “ganancia” era triple: político-administrativa, técnico-presupuestaria y lúdico-comercial. Llegadas las partes a un acuerdo, las jugueterías estadounidenses colgaron sobre sus lineales de bazar un modelo de vehículo teledirigido por radiocontrol. El artículo estrella de la franquicia resultante, de Mattel, era el “Sojourner Mars Rover Action Pack” de su división de juguete rodado y marca registrada “Hot-Wheels”. El juguete completo incluía una réplica a escala reducida del robot de la NASA, acompaña de su inseparable módulo de albergación, la nave de amertizaje Pathfinder. La simbiosis entre investigación espacial y juguetería industrial, fruto de la euforia espacial, no se hizo esperar. El impacto positivo que sobre la imagen pública del gobierno obtuvo de su gestión, repercutida favorablemente a través de los ojos de los niños, ciudadanos sin derecho a voto, influyó en la percepción del contribuyente norteamericano sobre la base de los futuros presupuestos aprobados por el Congreso destinados a la agencia espacial norteamericana, por entonces muy cuestionados. Que el gobierno aprendió la lección del juguete franquiciado de George Lucas para el beneficio y prestigio de sus intereses electorales o nacionales, no es difícil de adivinar. Percibir que, sin pretenderlo, innovó a raíz de su inspiración en el merchandising de LucasArts el futuro de la estrategia del sector de la publicidad, es de nota. Desde entonces los spots sobre consumo de electrodomésticos y vehículos familiares va muy especialmente dirigida al target infantil, como podemos comprobar en los anuncios publicitarios de la industria automovilística actual anunciados por peluches y simetrías similares. El think tank de la industria publicitaria lo tuvo claro: “Si el niño vota, el niño también compra”.



La compañía automovilística Opel se dirigió 
al target  infantil como reclamo de venta.


En sintonía con todo ello, sin llegar a representar más allá de una anécdota, en los últimos años la hipótesis del juguete como medio de enculturación política se ha visto afectado más en el contexto de una lucha discursiva entre diferentes concepciones sociológicas que en sí mismo como objeto no sujeto a su interpretación instrumental. La pretendida disputa entre el gobierno castrista de Cuba y el Estado de La Florida por la custodia administrativa del niño Eliancito, "el niño balsero" reclamado por su tíos cubano-americanos tras su supervivencia en un naufragio condicionado por su padre, fallecido en el mismo al intentar de escapar de la isla, puso el juguete como rehén de una crisis diplomática cosificándolo como una herramienta política y enajenadora. Fidel Castro llegó a responsabilizar al juguete y a su industria como medio de dominación social al servicio del poder, así como el deporte televisado. El dictador cubano no dudó en arremeter contra el juguete occidental como un arma ideológica de los poderes democrático-burgueses que adormece la conciencia de los más jóvenes y evita que los niños se desarrollen libremente aprendiendo a tomar decisiones por sí mismo. En el fondo de la cuestión estaba que Eliancito, huérfano de padre y madre, disfrutaba en Miami tras su rescate en alta mar de juguetes que le condicionaban, según fuentes del partido comunista isleño, la decisión de retornar a Cuba. Finalmente, el gobierno de EE.UU. decidió repatriar al niño al corazón del Caribe con todos los juguetes, que les fueron retirados una vez llegado a La Habana y destinados a un hospital infantil de la capital cubana. Elián González, a pesar de su periplo, es hoy líder de las "Juventudes Comunistas" en su país de origen (posee además pasaporte americano) y firme defensor de la ideas que le devolvieron al régimen. Es legítimo que las personas defiendan las ideas en las que creen, pero no fundamentadas en la falsa creencia quizá tan artificial como interesada de estigmatizar elementos universales de socialización como son el juguete. En muchas ocasiones el producto juguete se convierte en escusa o escudo blindado, metáfora encubierta si cabe, de los conflictos de los adultos: se toma el objeto por la acción, debido a su poder semiótico. Ocurre algo similar con el fútbol o la música. No es la música o el deporte en sí malo por definición, sino precisamente por la definición, significación y simbolismo icónico que se le aplica. En este sentido los sucesivos gabinetes de gobierno de Fidel Castro tomaron medidas contra “The Beatles”, prohibiendo la difusión de su música tras la llegada de la revolución al poder. Hoy John Lennon posee una estatua en centro de la Ciudad de La Habana erigida por el mismo poder que le vetó y miles de cubanos sin recursos han podido seguir el Mundial FIFA de fútbol a través de su exhibición en salas de cine cubanas más allá de los días es que lo revolución proyectaba “El Acorazado Potenkin”. Algún día próximo el gobierno de Cuba reconocerá que el juguete carece de intencionalidad política (que no discursiva, como veremos en el próximo post) y su progresivo nivel de desarrollo permita a los niños cubanos disfrutar de la magia del juguete industrializado. Podemos asegurar a los lisekianistas que no les secuestrará la imaginación de sus más pequeños como tampoco el desarrollo de su capacidad crítica. Podrán llegar incluso, a disfrutar de un tablero Parker, sin la sospecha de que se lo imponga ningún gobierno. Mientras tanto de vuelta a principio del post, a Moscú, visitando jugueterías, creemos que el debate acerca de la manipulación política del juguete, o de la administración como agente de configuración de nociones nacionales, es estéril. Quizá existió como paradigma durante algún tiempo, durante su maduración como fenómeno industrial, durante la “Guerra Fría”, pero hoy carece de toda connotación político-administrativa y los gobiernos se mantiene al margen de su diseño y discurso, recayendo sobre la sociedad y la familia, toda la responsabilidad de su significación e intentando no interferir en su evolución y didáctica.


Muñeco electrónico que satiriza la figura
del presidente venezolano, uno de los últimos
referentes de la enculturación política infantil.


No hay comentarios:

Publicar un comentario