miércoles, 23 de junio de 2010

Colateralidad Positiva: ¿Qué gana Sudáfrica con el Mundial?.

Por qué tantos países se esfuerzan en organizar megaeventos deportivos a pesar de los millonarios costos que demandan. Un estudio revela que la nación anfitriona gana al aumentar el nivel de felicidad de sus habitantes.


Bogotá, junio 2010. Jerónimo Pimentel.





Cuando en 1983 el gobierno colombiano comunicó a la FIFA que su país no estaba en condiciones de organizar el Mundial de Fútbol de 1986, lo que en realidad hizo fue reconocer dos cuestiones: primero, que afrontar los costos del emplazamiento otorgado en 1974 era económicamente inviable para un país sudamericano; y segundo, que no estaba claro cómo las prioridades de un país del tercer mundo pasaban por construir doce estadios con capacidad mínima para 40.000 personas, cuatro de ellos con aforo para 60.000 y otros dos para 80.000, entre otros requisitos que exigía la FIFA como congelar las tarifas de hotel para su representantes y construir una torre de comunicación en Bogotá. Finalmente, México se convirtió en el primer país en hospedar dos mundiales. Ni los dos terremotos de 1985, los más destructivos de su historia, ni la decadencia política del PRI impidieron cantar el lema: “El mundo unido por un balón”, soportado por los estadios ya erigidos para el Mundial de 1970. La solidaridad internacional, sin embargo, no pudo camuflar la crisis interna. La pobre gestión del presidente Miguel de la Madrid en la reconstrucción posterior al seísmo fue castigada con una sonora rechifla, la más vergonzosa que se recuerde en la historia de las inauguraciones de los mundiales. Se armaba una fiesta sobre un cementerio, sí, pero ni la ambigua relación de los mexicanos con la muerte podía disfrazar lo que parece ser un distintivo latinoamericano: la escasa capacidad de reacción gubernamental ante los desastres. ¿Por qué, entonces, la obsesión por organizar mundiales (y Olimpiadas, Bolivarianos, Panamericanos, etc.) incluso en países en desarrollo con necesidades más críticas?, ¿son estos eventos política o económicamente rentables?; ¿son, finalmente, inversiones razonables o populacheras?



La prensa de Bogotá celebra la designación de su país
por parte de la FIFA como sede del Mundial de 1986.


Un Mundial sólo es buen negocio cuando el país, a priori, cuenta con una infraestructura importante como activo. El mejor ejemplo es la Copa del Mundo organizada por Estados Unidos en 1994, que le costó a ese país apenas cincuenta millones de dólares y aún permanece como la más rentable en la historia aunque no generó ningún beneficio a largo plazo para ninguna de las ciudades-sede, como lo ha demostrado el economista Robert A. Baade. Una de las razones por las que fue rentable en términos absolutos es que la compatibilidad de los estadios de fútbol americano con los de “soccer” hacía innecesaria la construcción de recintos adicionales. Además, sus enormes aforos, superiores a los promedios europeo y latinoamericano, y su amplia y consolidada red de servicios turísticos, hicieron que el Mundial de 1994 —no muy memorable en términos deportivos— todavía posea el récord de asistencias por partido, aun cuando desde 1998 los equipos participantes pasaron a ser treinta y dos en lugar de veinticuatro. El de Alemania, hace cuatro años, es un caso distinto. Ganador de tres mundiales y dueño de uno los mejores torneos del mundo (la Bundesliga), el país europeo vio la oportunidad de renovar sus estadios aprovechando que, tras el Mundial, los rentabilizarían sus clubes. Los germanos se permitieron un lujo oriental: invirtieron 3.700 millones de euros en ser anfitriones. Seis meses después se reportaron los números que justificaron el gasto. Con veinte millones de “visitantes” (la mayoría, internos) la industria turística reportó ganancias adicionales de 300 millones de euros con respecto al período anterior. Las ventas por retail subieron en 2.000 millones de euros. El ministro del Interior, Wolfgang Schäuble, reconoció la creación de cincuenta mil empleos. Dado que el Estado asumió el costo de mejoras en la infraestructura independientemente del presupuesto que manejó el Comité Organizador, este pudo incluso generar ganancias, que se repartieron así: 56.5 millones de euros para el Comité Organizador (que fueron a parar a la Federación Alemana de Fútbol); 44 millones de euros en impuestos y, finalmente, otros cuarenta millones para la FIFA. Todo esto sin contar la puesta en valor de la marca-país, promoción invaluable que ayudó a borrar los fantasmas de las Olimpiadas de Múnich transmitiendo a doscientos países la imagen de una Alemania tolerante y plural. Los escépticos, sin embargo, argumentan que un incremento de 2.000 de euros millones en ventas por retail es nada comparado con los más de 990.000 millones euros que mueve el mercado interno teutón anualmente.



Estadio "Rose Bowl", en Wisconsin. Para el Mundial
de EE.UU. se realizaron varias modificaciones que
llegaron a alcanzar una capacidad de 103.812 de espectadores.

Pero no todos los países poseen el presupuesto de Estados Unidos y Alemania. En ese sentido, la elección de Brasil como sede de la Copa FIFA del 2014 ha sido harto significativa. La supremacía económica del gigante sudamericano, una de las diez economías más grandes del mundo, le permitió correr en solitario como candidato. El sistema de rotaciones obliga a que el torneo se celebre entre las candidaturas de esta región el próximo mundial, pero no hubo rival para la presidida por Lula, quien celebró la designación futbolística (y luego olímpica) como triunfos geopolíticos ante sus rivales. Brasil estrenará sus flamantes ribetes de potencia organizando los dos eventos deportivos más mediáticos de la tierra (aparte de la Copa Confederaciones), a un costo de 9.420 millones de euros solo el primero… ¿algún vecino se anima a entrar en la puja?. La pregunta real, sin embargo, sigue siendo la misma: ¿por qué Brasil y Alemania, que no necesitan jugar en casa para ser campeones del mundo, ansían tanto el rol de anfitriones?; ¿y por qué un país como Estados Unidos, tan ajeno al fútbol, necesita ser de nuevo organizador, al punto que postula a la plaza aún libre del 2018?. Simon Kuper y Stefan Szymanski tienen una teoría al respecto. En su libro “Soccernomics”, proponen que la única razón que tienen los países desarrollados para invertir esas sumas de dinero es mejorar el nivel de vida de su población. Según los autores, en países que han alcanzado un ingreso per cápita de más quince mil dólares, la felicidad o bienestar que sienten los ciudadanos con el tipo de vida que llevan, no es algo que mejore sustancialmente con un poco más de dinero. Es una suerte de dilema de las clases medias acomodadas. Cuando consiguen el equipo de alta fidelidad, envidian el home cinema del vecino; y cuando tienen la “Wii”, piensan en el “PlayStation 3” que se les escapa. Satisfacer a esta capa social media, no se logra subiendo el PIB per cápita de 15.000 a 17.000 dólares pero, de acuerdo con los autores, sí se logra organizando un Mundial. ¿Por qué?: lo que consigue la sede es cohesionar a un colectivo en pos de un objetivo común, algo que en la práctica descubrieron las dictaduras fascistas antes que Kuper y Szymanski. Las Olimpiadas de Berlín 1936 de Hitler, el Mundial de Italia de Mussolini en 1938 y el Mundial de Argentina 1978 de Videla son ejemplos claros de cómo es posible lograr unión nacional en sociedades dislocadas, donde hasta el terror más explícito puede ser solapado bajo parafernalia deportiva. La tesis está comprobada por estudios hechos por Georgios Kavetsos y el propio Szymanski, quienes compararon los datos sobre felicidad recogidos por la Comisión Europea y los cotejaron con los resultados obtenidos por los siguientes países antes y después de los eventos: Italia (Eurocopa 1980), Francia (Eurocopa 1984), Alemania (Eurocopa 1988), Italia (Mundial 1990), Inglaterra (Eurocopa 1996), Francia (Mundial 1998) y Holanda-Bélgica (Eurocopa 2000). En todos los casos, salvo uno (el de los británicos), la sensación de bienestar aumentó inmediatamente, algo que no se hubiera podido lograr si se hubiera destinado esa inversión económica a puentes y asfalto donde ya los hay. La magnitud del evento también importa: el efecto de una Copa del Mundo dura dos o tres veces más que el de una Eurocopa.


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